Lágrimas, abrazos, gritos catárticos parecidos a los que se oyen en una cancha de fútbol cuando se gana el Mundial, emoción inmensa. Fue lo que se palpó desde temprano en la llamada “Plaza de los Rehenes”, que se llenó como nunca para un momento que marcó un antes y un después en la historia de Israel: la liberación de los rehenes aún vivos en Gaza, algo que hizo resucitar la esperanza del fin de la guerra.
Algunos sacaban afuera toda la angustia y lloraban abrazándose a familiares. Había personas de todas las edades, muchísimos chicos, bebes, ancianos, sacándose fotos y selfies mientras los locutores anunciaban, en dos tandas, que los chicos habían vuelto a casa.
Muchos llevaban remeras amarillas y negras con la leyenda que hizo historia, “bring them home” (tráiganlos a casa), y que se oía en los cantos, aunque algunos ya tenían otras nuevas que celebraban que ellos, los rehenes, “ya habían vuelto a casa”.
Todos lloraban porque los rehenes no eran números, sino personas con nombre y apellido -todos varones y la mayoría muy jóvenes-, que en estos más de dos años se volvieron como hijos, hermanos, vecinos, primos, de la población. En la plaza todos sabían perfectamente quién era quién cuando iban gritando los nombres de quienes integraban las dos tandas liberadas. Todos sabían en detalle qué hacían, sus historias, en cuál kibbutz vivían, si habían estado en el Nova Festival, sus amores, de qué equipo de fútbol eran hinchas.